Cuando la noche del sábado 2 de febrero Daniela Rojo al fin pudo acostarse, no se durmió inmediatamente. “Sentí que podía hacer cosas de las que no tenía idea, que podía enmendar cosas en mi vida que no me creía capaz de arreglar”, dice al recordar aquella noche.
Para entonces llevaba 48 horas repartiendo donativos en El Roble. Ella y Danelys Martínez (su cuñada) organizaban paquetes y los entregaban, hacían listas de los afectados y sus necesidades puntuales, listas que luego enviaban a los grupos de apoyo creados en las redes sociales.
Aquel sábado fue el día más intenso de todos los que tendrían. Con Danelys apoyando al gobierno local en la entrega de materiales de la construcción y los paquetes llegando sin cesar, tuvo que organizar sola el trabajo y acompañar a los voluntarios hasta las casas, una y otra vez. En la noche, agotada y feliz, Daniela comenzaba a espantar los fantasmas del pasado.
Antes del tornado casi nadie en El Roble, en Guanabacoa, la conocía por su nombre. Ella tampoco conocía a demasiada gente en el barrio al que se había mudado casi un año atrás. Para muchos, Daniela era, a secas, la hija de la pastora. Para Isabel, su madre, su propia hija era una incógnita desde hacía mucho tiempo.
A sus 23 años, Daniela Rojo Varona tiene solo noveno grado, dos hijos que llevan sus mismos apellidos y el carácter de quien ha tenido que madurar demasiado aprisa. Su vida tampoco ha sido la que la pastora Isabel Varona soñó para su hija menor, la niña que prácticamente se crio en la iglesia y que destacó siempre como uno de los primeros expedientes de la escuela hasta que terminó la secundaria.
Siendo una estudiante ejemplar, su entrada al preuniversitario vocacional Vladimir Ilich Lenin no fue una sorpresa para nadie. El siguiente paso sería –por lógica– la Universidad. Al menos eso esperaba su familia.
Pero a los 15, Daniela rompió el molde que le habían preconcebido y tomó una decisión impensable: dejó la Lenin en el primer año. Ella misma se describe como una adolescente muy complicada y rebelde. Además, la relación con su padre alcohólico –con quien se había ido a vivir entonces– no ayudaba. “Muchas veces llegaba el viernes a la casa, me cambiaba de ropa y me iba hasta el domingo, cuando tenía que entrar de nuevo al pase. Así era imposible estudiar”, recuerda.
Cuando a los 18 años Daniela quiso retomar los estudios de bachillerato en la Facultad Obrero Campesina, quedó embarazada de Erick Daniel, su primer hijo, y volvió a postergarlos. Un año más tarde, y con un niño pequeño, ya vivía sola en Luyanó y trabajaba, muchas veces de noche, en un bar. “Para hacerlo tenía que contratar a una niñera. La gente no imagina lo duro que es vivir solo a esa edad, cuando lo normal es que aún dependas de tus padres”.
A sus 21, viviendo de nuevo en Guanabacoa, nació Tanya. Pero entonces decidió no esperar más y, con la bebé en los brazos, comenzó la Facultad dos veces por semana durante tres horas. A inicios de 2018 iría a vivir con su madre en El Roble y desde entonces Isabel cuida a sus nietos para que ella siga asistiendo a clases. El plan de ambas se ha retrasado con los años, pero la meta es la misma: que Daniela termine la Facultad y llegue a la Universidad, al curso diurno, y se gradúe. Isabel, dice, hará todo lo que pueda para ayudarla, que lo importante ahora es que su hija tiene toda una vida por delante.
Con el tiempo, Daniela atesora dos orgullos: una familia que la apoya y a la cual se aferra en medio del temporal, y el haber regresado a estudiar cuando todo el mundo imaginaba que no haría otra cosa en la vida que cuidar a sus hijos. A sus 23 años, sigue rompiendo los moldes en los que, a veces, quieren encerrarla.
Por años, Daniela sintió que había fallado. Fallado a los suyos y a sí misma. “Todos esperaban mucho de mí”, cuenta. La sensación de haberlos decepcionado fue un lastre con el que cargó demasiado tiempo, quizá hasta la noche del sábado 2 de febrero.
Inicialmente, Ricardo y Mary Lou, dos de los tantos voluntarios que apoyaron a las familias damnificadas, le pidieron ayuda para hacer un levantamiento de los daños en El Roble, solo eso. Pero cuando se necesitó un espacio para armar los paquetes de donativos, Daniela habló con su madre y la pastora abrió las puertas del salón de la iglesia, que había salido ileso del tornado.
En los siguientes días, que parecieron interminables, la iglesia y la casa se convirtieron en centro de operaciones y en almacén improvisado. Allí, entre la gente que llegaba, entregaba donaciones y se iba sin dejar su nombre; entre quienes se quedaban haciendo paquetes; entre la mezcla de fervientes defensores de la palabra de Dios, ateos, miembros de la comunidad LGBTIQ y trabajadores de Casa de las Américas, Isabel encontró también una nueva Daniela.
“Cuando todo pasó le dije lo orgullosa que me sentía de ella. Orgullosa por su manera de ver la vida, de amar a las personas. En ella y en los muchachos que estuvieron ayudando aquí vi muy claro el segundo mandamiento: amarás a tu prójimo como a ti mismo”.
Daniela en movimiento constante, coordinando, siendo útil, es una imagen que Isabel guarda con felicidad.
Ayudar a otros, el trabajo de esos días, las acercó a ambas. Daniela reconoce que su madre ahora la mira de otra manera. “Después de lo que pasó, ella se dio cuenta de quién soy realmente y de lo que puedo hacer. Yo también entendí que mi mamá era mucho más de lo que pensaba”, cuenta. “Antes estábamos todo el tiempo encontradas, tensas, como si hubiese algo que nos queríamos decir, pero no decíamos. Ahora hablamos y nos ponemos de acuerdo de forma diferente”.
El cambio no solo ha sido con su madre. La misma gente del barrio ha comenzado a llamarla por su nombre y hay quienes le han dicho que, cuando todo termine, cuando la vida vuelva a la normalidad, esa que están reparando también es su casa; que tienen que verse luego, ya sin la presión de recuperarse. Otros, que no fueron afectados ni recibieron donaciones, la saludan en la calle y le preguntan cómo va todo, si sigue ayudando.
Yanorkis Chacón (Candito) y su esposa Rosa Elena Hechavarría son dos de esos vecinos que hoy tratan a Daniela como familia. Antes del sábado 2 de febrero ninguno de ellos la conocía, a pesar de vivir a escasos metros. Daniela, sin embargo, fue la primera persona que les llevó ayuda luego de que el tornado les destruyera casi totalmente su casa y los dejara a la intemperie.
Ahora, cuando llama desde la puerta de zinc, Rosa Elena la recibe con un abrazo y un beso y le enseña cómo han ido recogiendo los escombros y remendando una parte del techo con trozos de tejas que han encontrado, trozos que solo cubren el espacio donde están la cama y los bultos con las donaciones que recibieron; o cuánto extrañan a sus dos niñas que están con la familia en otra casa que sí tiene techo; o se queja porque, varias semanas después del tornado, seguían sin aparecer sus nombres en el listado de afectados para comprar materiales de construcción. Daniela poco o nada puede hacer ya en esos temas, los tres lo saben. Pero hay momentos en los que se necesita apenas un hombro, alguien que escuche y dé aliento.
A Isabel Varona que su hija no haga la vida cristiana que ella quisiera ha dejado de preocuparle, “porque lleva a Cristo en su corazón”, dice. Daniela no cree que sea Cristo, cree, simplemente, que se trata de humanismo, de amar y tender una mano a quien lo necesita. Aun llamándolo diferente, ambas hablan de lo mismo.
Después de todo lo sucedido con el tornado, a Daniela le han ofrecido un trabajo en el Consejo de Iglesias de Cuba. Su labor estaría vinculada con el Ministerio de Capellanía, dedicado a la labor social de las iglesias en sus comunidades, sin distinguir en la filiación religiosa de quienes vivan en ellas.
El tornado, que se llevó tejas, techos, casas y hasta personas a lo largo de 16 kilómetros, a Daniela le trajo su vocación.
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