Lo de ella es mirar Belleza Latina, ir a la discofiñe del Liceo, tener novio, amiguitas, asfixiarse con problemas mínimos. Y ya después, de aquí a cinco o diez años, ser alguien en la vida: ser famosa, viajar, tener un perfume con su foto.
Loamne tiene 14 y hace tiempo que quiere ser modelo. Su hermana la apuntó a una compañía sin nombre en el Anfiteatro de Regla y allí iba Loamne las tardes de lunes, miércoles, viernes, sábados alternos, a desfilar por una pasarela, a aprender giros alrededor de un aro en el suelo, a enderezarse. Practicar, practicar. A modo de casting le pidieron caminar en tacones y ella, que tenía nueve años, salió en tacones con una destreza envidiable porque, dice, desde chiquilla andaba entaconada por toda la casa, jugando, soñando. Dos o tres veces desfiló con público. Dice que eso es salir, dar una vuelta en medio del escenario y volver tras bambalinas. Ah, y tirar besos.
Ahora la maquillan y a las vecinas les parece mágico. Salen y, cuando entran, traen más vecinas. “Está linda”, dicen, “mírala”, dicen, buscan espacio para mirar por encima del codo del maquillista, que le pasa la brocha con polvo, el rímel. Los cosméticos disimulan la nariz pecosa, le acentúan lo chino de los ojos. Ayer Loamne andaba con short corto y orejitas de gata en un cintillo y repetía poses malogradas para las fotos: mano en la mandíbula, sonrisa, laca en el pelo. Hoy está princesa: serenidad, manos en las rodillas.
Una semana antes del tornado su hermana Yaneisi, de 28, la acompañó a hacerse las fotos de Quince en un estudio en Alamar. Fueron 24 fotos y una ampliación, 190 CUC. El paquete más barato. Naturales, sin libro, sin montajes. Estuvieron dos años ahorrando ese dinero y el de una fiesta que habían pensado con vals y con vestidos, de manera que los Quince de Loamne fueran también los de ella, su madre y sus hermanas. El tornado rompió esos planes.
“¿Y la corona?”, pregunta Loamne. Una corona en el sofá: según el maquillista se pone última porque primero hay que arreglar el moño. Loamne está tranquila pero rígida. Ayer se pintó el pelo y lo desrizó. Hoy se pintó las uñas. La madre de su novio se la llevó temprano y, cuando volvió, William, padrastro de Loamne, seguía en el Rastro; su madre, sus hermanas, sus sobrinos hacían lo normal, pero la casa estaba extrañamente acotejada. Le dijeron que esperaban a alguien que resultó ser maquillista de Haila, Haila María Mompié, la cantante.
En el portal hay sacos con arena, cabillas, cables y matas colgantes. Al otro lado de la puerta, Loamne, el proceso larguísimo de acicalarla. Ayer por la tarde había bultos de ropa en las sillas y trapos en los espaldares de los muebles, que estaban cada uno por su lado. Luis Reinier, de dos años, tomaba una compota medio desnudo y Chaneisi, de un año, arrastraba el recogedor de basura de la sala al portal. Hoy hay limpieza.
Aquí todas las casas tienen huecos y todo el mundo lleva una semana haciendo cola en el Rastro, la tienda de materiales de construcción. William está en la cola omnipresentemente: está allá y aquí, porque marcó hace días. Va todas las mañanas a ver si ya le toca. El techo de esta casa está casi abierto. Las tejas que tiene las acomodó William después de que el tornado las moviera, pero uno de los cuartos es el único lugar seguro. Ahí duermen todos.
William, 41 años, no es padre de las cinco hijas de Regla pero las ha asumido como suyas. Cuando conoció a Regla, William trabajaba en un camión de Comunales, recogiendo basura. Había acabado de salir de la cárcel, donde cumplió diez años por una bronca de la que no habla. Siete años después, mientras me enseña el esqueleto que dejó el tornado donde había una cocina, dice que es albañil y que en tres meses levanta esto, con materiales, claro. Luego me enseña el cuarto que se moja, donde hay par de ventanas de aluminio y bolsas con cemento endurecido. Perdieron 20 de las 30 bolsas cuando el tornado rompió el techo del cuarto. El cemento, la arena en el portal, las ventanas, eran parte de lo que habían sacado de un subsidio estatal por 58 000 pesos aprobado en diciembre para hacer nuevo el techo de la sala, que se estaba cayendo desde entonces. Se salvó todo lo que no es cemento pero crecieron las afectaciones así que necesitan, por lo menos, el doble de lo que les habían dado. Dice Yanelis, de 30 años, la hermana mayor, que el expediente está en curso.
Yanelis armó un cuarto en el patio de la casa y ahí vive, con su esposo y su niño de nueve años. Yanelis también quería ser modelo, fue quien apuntó a Loamne en la compañía. Acabó trabajando como auxiliar de un círculo infantil. La noche del tornado ella y su niño se acurrucaron en una esquinita y gracias a Dios que no les pasó nada cuando el árbol del patio vecino cayó en el techo del cuarto, lo tumbó entero, removió las tejas de la casa de su madre. El niño dijo que el tornado era un monstruo que abría y cerraba los brazos.
Loamne se levanta, se mira en el espejo, se abanica. “No llores, no llores”, ríen las vecinas, “que se te corre el maquillaje”, dicen. Loamne lleva un vestido nocturno, ya la corona alrededor del moño. Regla la ayuda a ponerse tacones.
Regla, 50 años, vive en Regla desde los ocho. Terminó noveno. Quería ser enfermera y no fue enfermera. Se casó a los 15 con Pacolé, un marinero de 28. Con 17 años se incorporó a una microbrigada: ponía bloques o hacía meriendas. Dos niñas, tres edificios y seis años después les dieron un apartamento cerca del puerto. A mediados de los noventa Pacolé desapareció. A Regla le contaron que cayó al mar. Misteriosamente. El apartamento se llenó de traumas y se mudó a esta casa, que era la única de mampostería en el barrio La Colonia, y a la que se llega atravesando un enredo de pasillos que se cruzan y tienen nombres de calles: Guiteras, Gerardo Grande. Las 10 o 12 casas del bloque donde vive comparten el número 34.
Regla tuvo maridos y maridos, tres hijas más y una miseria intensa.
—Mis hijas tampoco tuvieron Quince. Les compré ropa. Nada más. Trabajando. Pero no fueron como yo quería, con mariachis, no sé…
Las últimas vecinas comunican sus últimos piropos y se marchan. En cuestión de segundos William se pone su camisa blanca; Regla, su vestido con arabescos. William sale a buscar al chofer del carro que va a conducirlos hasta la casa de fiestas, donde hay que estar bailando toda la noche, donde a eso de las nueve va a llegar Haila, la diva del pueblo, que sí tiene un perfume con su foto, y Loamne va a enterarse de que ella fue la causante de todo: del vestido, la fiesta, la corona. Porque pocos días tras el tornado Haila andaba repartiendo donativos por La Colonia, le comentaron que había una muchacha damnificada a punto de cumplir 15, y quiso conocerla. Pero ahora Loamne no tiene idea de para qué todo ese maquillaje, toda esa pompa.
Ya William regresa y saca a Loamne del brazo, rumbo al carro, por todo el caserío mientras gente que sube y baja bloques hace fila a la orilla del camino para verla. “Diviértete”, le dicen, “aprovecha”. Y ella en tacones por el terraplén con su destreza envidiable, tirando besitos de vez en cuando.
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